¿Dios está en cuarentena?

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En esta cuarentena la gente se pregunta: “¿Dónde está Dios?, ¿acaso está confinado?” Y se le interpela por las miles de personas que han muerto infectadas por el nuevo coronavirus. También lo hacen quienes han estado al borde de la muerte. Se le pregunta por el impacto social y económico que afecta a millones de personas o por la expansión sin fronteras que ha dejado vacías sinagogas, iglesias, mezquitas y templos de todas las denominaciones.

Según el evangelista Mateo, Jesús se dirigió al desierto. Estuvo allí 40 días y 40 noches, para que fuese tentado por el diablo y pudiera superar la prueba. Jesús pudo superarlas pero no por eso dejó de vivir momentos de intensa tensión y angustia como pudiera sentir cualquier ser humano que se encontrara en una situación similar.

¿Dónde está Dios?

Si lo buscamos afuera posiblemente nos cueste porque el confinamiento, si algo logra, es aislarnos del entorno en el que solemos hacer vida. Solo podemos responder esta difícil pregunta desde el interior de nuestro ser. Si lo hacemos abriendo el corazón encontraremos respuestas.

El Dios en el que creo no es el que nos libera del desierto, es aquel que nos acompaña y nos da la fortaleza para superar las tentaciones de un mundo herido por toda la agresión que ha sufrido; por tanta división, abuso de poder, indiferencia e indolencia.

Un mundo en el que consumir y tener está por encima del ser y sentir. Dios nos acompaña en este duelo que nos está tocando vivir como humanidad. La COVID-19 nos ha colocado a todos en el mismo escalón o en el hombrillo de la vida para hacernos preguntas más de fondo: ¿cómo vamos a hacer después que esto se supere para retomar las relaciones afectivas sin el temor de ser infectado?, ¿cómo
proseguiremos la educación con respuestas que se ajusten a la realidad y a los nuevos retos planteados?

¿Qué pasa con la fe?

Marlene, la mamá de Claudio de 14 años, es una mujer creyente. Aunque es católica no es muy practicante. Le gusta rezar y es devota a algunos santos que venera en un pequeño altar que tiene en su habitación.

Su esposo Alberto se confiesa ateo. Dice no creer en Dios por su mala experiencia en un colegio religioso. Desde muy pequeño se le inculcó la imagen de un Dios castigador y vengativo. Percibía contradicciones entre lo que se predicaba y lo que se hacía. Como por ejemplo, la discriminación de sus compañeros por alguna condición económica, política, social.

A Marlene le preocupa que Claudio no crea en Dios, como su papá, y crezca sin una fe que le de un sentido trascendental a su vida. Se suele creer que el crecimiento espiritual se logra únicamente a través de las prácticas religiosas.

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A la gente le angustia que en esta Semana Santa no podamos tener contacto con Dios porque estarán cerradas las iglesias. Nos cuesta entender que los ritos son formas; pero que su esencia lo trasciende. Permanentemente hacemos actos de fe.

Aunque suene paradójico es así. Vamos a un restaurante y consumimos los alimentos sin chequear las condiciones higiénicas de la cocina. Abordamos un avión y no nos dirigimos a la cabina para chequear en qué condiciones está el piloto ni chequear cuántas horas de vuelo tiene.

Son solo unos ejemplos pero cotidianamente damos por hecho que las personas que nos brindan los servicios tienen las condiciones requeridas para hacerlo adecuadamente. La fe es creer que es posible alcanzar lo que todavía no se ve o no es.

¿Qué podemos hacer para cultivarla en la familia?

Compartir vivencias. Podemos contar sobre experiencias difíciles en las que nuestra vida parecía una cueva sin salida y con la solidaridad de otros pudimos seguir adelante. La fe hizo que la cueva se convirtiera en un túnel con luz en su final.

Concebirla como un factor protector. La resiliencia nos dice que con la fe se estimula la esperanza de que las cosas pueden cambiar. Se convierte en una fortaleza cuando la podemos compartir con otros y salir fortalecidos en la adversidad.

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Buscar la transcendencia por diferentes vías. A través del arte y la naturaleza podemos encontrar la inspiración para abonar el espíritu. Se puede no creer en Dios pero si dejarse fascinar por su creación. Se puede cultivar el espíritu con la contemplación, la imaginación y la sensibilidad para ponerle color a la existencia.

Muchas personas que se dicen ateas transitan caminos espirituales que le dan fuerza en momentos de tribulación y logran descubrir que no basta tener éxito, fama, prestigio, dinero si no te permite contactar con lo sencillo y trascendente.

Hasta la próxima Resonancia.

Artículo escrito para Caraota Digital.