Las emociones son los altavoces del cuerpo. Son nuestras informantes. Reconocerlas y atenderlas son la ruta para nuestra salud física y mental. Las emociones tienen como misión hacernos reaccionar ante los acontecimientos que suceden afuera pero que sentimos adentro.
La emoción habla a través de sensaciones y reacciones que afectan positiva o negativamente nuestro comportamiento.
Nuestro mundo afectivo no está pintado con colores simétricamente separados. En el lienzo de la vida los colores se mezclan, podemos estar sorprendidos y alegres, tristes y tener rabia.
No es fácil definir una emoción. Resulta complicado descifrar algo que es tan íntimo y personal. Sabemos que aunque se expresan orgánicamente no son solo respuestas fisiológicas.
Ramiro Calle, maestro de yoga y escritor, lo expresa muy bien cuando nos dice que una lágrima no es solo un líquido que contiene sal y fósforo. Es una gota en la que hay sentimiento, vida, bien sea de alegría o dolor.
Desde que existimos, las emociones son respuestas que surgen de forma inesperada y nos delatan cuando enrojecemos por rabia o vergüenza, temblamos por el miedo, nos excitamos frente una imagen erótica.
Implotan y explotan
Cuando reprimimos las emociones explotan y agredimos, o implotan y nos enfermamos. Para Daniel Goleman, sicólogo, periodista y escritor estadounidense, las emociones son impulsos para actuar esos planes instantáneos que nos permiten manejar nuestra vida en el proceso evolutivo que transitamos todos y durante toda la existencia.
Cuando nos sentimos contentos, gracias a las endorfinas, nos embriaga una sensación de bienestar. Aumenta la energía y nos sentimos motivados para hacer lo que nos proponemos. La tristeza, nos pone de parada hay un descenso en nuestro ritmo metabólico. Baja la energía y en ese “apagón” no nos queda otra que detenernos por los efectos de la desilusión o la pérdida.
Los seres humanos transformamos en ira muchos de nuestros sentimientos por fatiga, frustración, impotencia, culpa, decepción, rechazo, injusticias.
Apagón emocional
Podemos esconder el miedo en silencio, tratando de convencernos que no lo sentimos, olvidando que esa emoción nos permite defendernos de las amenazas del entorno, poner límites para no ser agredidos. Eso no quiere decir que el miedo asumido no deje de generar, en momentos y bajo ciertas circunstancias, angustia, ansiedad y en caso extremos terror y pánico.
En mi libro Heridas que muerden, heridas que florecen hago referencia a esos sucesos que te cambian la vida. Recordé al padre José Godoy, un sacerdote salesiano con quien compartí en mis años de adolescente en un grupo en el que realizábamos actividades recreativas, deportivas y artísticas con niños, y adolescentes de un sector popular caraqueño. En una de las reflexiones grupales nos contó que en su pueblito Timotes, ubicado en el páramo andino, cuando los sorprendía un apagón todo se oscurecía. El percance los obligaba a encender velas y con esa tenue luz empezaban a buscar la avería
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Eso lo puso en evidencia el coronavirus. Todo parecía estar bien hasta que nos sorprende un apagón emocional. Un suceso que nos pone en penumbra revelándonos como la vida puede cambiar de un momento a otro, sin previo aviso, donde poco nos sirven las certezas, la soberbia, las arrogancias y vanidades. Lo que nos queda como cierto, es un ser ablandado por la vulnerabilidad que necesita conectarse con esa realidad.
Con frecuencia escuchamos es que ese apagón emocional nos invita a conectarnos con lo esencial. Es eso que te hace mirar para arriba y al frente cuando estás atrapado en la sombra. Eso que te saca de tu zona de confort. Es lo que te hace volcar los ojos al interior, cuando están encandilados por las seducciones del exterior, las alucinaciones del éxito, el gusto por el poder y te das cuenta de todo eso que nos atrapa desde afuera.
Pero también cuando nuestra fe y esperanza quedan secuestradas por lo complicada, inhumana y violenta que se ha tornado la precaria situación del país.
Sin entrar en complejas definiciones filosóficas, podemos decir que lo esencial se nutre de detalles que nos conectan con nuestros seres queridos, a través de una llamada, un correo electrónico, un mensaje de texto, una visita, una mirada que muestra esa sonrisa que se dibuja detrás del tapaboca para enviar señales de amor y presencia por la simple necesidad y placer de hacerlo.
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Lo esencial también está representado por momentos que nos hacen escuchar lo inaudible, ver lo invisible, expresar lo inexpresable con palabras pero sí con gestos, desde lo que somos; pero eso requiere quitarnos el condón emocional. Se dice fácil pero es complicado en esta sociedad tan maltratada por la violencia, indolencia, intolerancia, resentimientos. Las heridas emocionales comienzan a morder y preferimos preservarlas asfixiándolas en el preservativo emocional
Un apagón como el que estamos viviendo, puede ser una oportunidad que nos advierte que debemos observar lo que al principio no se ve en la oscuridad para descubrir, como en las penumbras, se empiezan a revelar formas que nos dan señales que, poco a poco, encontraremos entre las sombras la luz y con ella la avería que generó el apagón y lo que podemos hacer.
La avería hay que reconocerla, asumirla para transformarla. Repararla es un trabajo nada fácil. Es un proceso que exige reconocer y abrazar el dolor, los miedos, las dudas y todo lo que ello implica.
En esta cultura en la que todo se quiere de forma rápida, instantánea, tomando atajos, la vida se encarga de ponernos de parada. Nos coloca en el hombrillo. Nos pone a vivir procesos que no podemos controlar desde afuera, que requieren mirar nuestro interior para atender esas heridas que posiblemente estén enconadas o infectadas y que exigen ser atendidas, limpiarlas con amor y compasión. Un proceso doloroso pero necesario para que nuestras heridas puedan florecer.