En Nueva Zelanda, el Ratón Pérez es oficialmente un trabajador esencial y por eso puede circular libremente durante la cuarentena para prevenir el contagio de COVID-19. Jacinda Ardern, la primera ministra neozelandesa, anunció que al Conejo de Pascua también se le permitiría entregar huevos de pascua a los niños. Justo antes de eso, Alberto Fernández, el presidente de Argentina, le aseguró a una madre en Twitter que el Ratón Pérez también sería exceptuado de la cuarentena.
Ardern no tuiteó su decisión, pero celebró una verdadera rueda de prensa para los habitantes más jóvenes de Nueva Zelanda, al igual que Erna Solberg y Sanna Marin, primeras ministras de Noruega y Finlandia, respectivamente.
Todos estos eventos fueron cubiertos ampliamente como un “tierno” descanso de la devastadora huella que el coronavirus está dejando. La narrativa general fue, en general, algo parecido a que “es un buen pero frívolo acto por parte de un Jefe de Estado responder a las preocupaciones del día a día de los niños, especialmente en un tiempo de crisis”. Algunos especularon si había algo más: ¿sería esto una estrategia política, quizá, o una delicada oportunidad para ganar adeptos?
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¿Por qué tomarnos en serio a los niños?
Tenemos, al menos, una certeza: tratar las preocupaciones de los niños es una anomalía política. A pesar que ellos representan casi un tercio de la población mundial, y tienen oficialmente el derecho a expresar sus opiniones, los niños rara vez son tomados en serio, especialmente por parte de los políticos.
Quizá alguien políticamente realista se preguntaría por qué deberían ser considerados, si no pueden votar hasta los 18 años. Además, no tienen una visión política como los adultos, ¿cierto? También diría, probablemente, que los niños son versiones subdesarrolladas, no educadas, de los adultos que necesitan ser cuidados, no consultados.
Pero ese “realismo político” es, realmente, algo errado. A pesar que los niños no pueden votar, definitivamente tienen visiones políticas propias, que son, además, muy claras. Se preocupan por cuestiones internacionales y no confían en los políticos para actuar por su bien.
De acuerdo a Unicef, niños encuestados en el 2017 identificaron el terrorismo, la deficiencia educativa y la pobreza como los problemas más grandes que deseaban que fueran atendidos por los líderes mundiales. Y la mitad de estos niños no confiaron en los adultos y los líderes mundiales para tomar buenas decisiones sobre estos temas.
Supongo que Ardern paró un segundo y pensó sobre las inquietudes de un niño, especialmente porque recientemente se convirtió en madre. Y probablemente, por su naturaleza empática, concluyó que los niños también necesitan respuestas sobre qué pasa alrededor de ellos.
Pero, sin importar sus razones, el enfoque de Ardern es mucho más que un “divertido” descanso de la política regular, y es, definitivamente, más que un truco publicitario.
Tomarse en serio las perspectivas de los niños es clave para comprender más claramente el mundo alrededor de nosotros. Y podría incluso representar un camino hacia una política más humana.
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¿Por qué los niños están más adelantados que nosotros?
En términos evolucionistas, los niños son el enlace entre el pasado y el futuro. Ellos son los que traen nuestros genes, y son nuestros relevos para cuando ya no estemos. Ellos toman nuestras tradiciones y las adaptan a ambientes presentes y futuros. Son innovadores y, para innovar, ellos exploran.
Su exploración se expresa en cientos de preguntas al día. Ellos intentan ir hacia la esencia de las cosas, y exponen cuestiones que los adultos usualmente ignoran. Esto se debe a que no se inhiben, ya que tal capacidad se desarrolla más tarde como parte del córtex prefrontal. Los niños, literalmente, se dan cuenta de cosas que nosotros ya no podemos ver.
Sólo piensa en la historia del traje nuevo del emperador. Los niños no solo verán que el emperador está desnudo, sino que lo dirán, mientras que todo el mundo pretende que nada ha pasado.
Esto es, parcialmente, porque los niños están libres de las limitantes creencias que desarrollamos a medida que crecemos. Algunos responsabilizan a la educación formal de matar nuestra creatividad, pero también es cierto que nuestros cerebros se desarrollan en maneras que nos ayudan a enfocarnos en lo que ya sabemos hacer bien, de manera que podemos explotar plenamente esas habilidades específicas, perdiendo nuestra creatividad inicial en tal proceso.
Los niños, literalmente, se dan cuenta de cosas que nosotros ya no podemos ver.
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Parte de tal creatividad es particularmente abundante en los niños que estudian preescolar, que tienen una capacidad increíble de hacerse preguntas. Por ejemplo, los niños no creerán que las gaviotas traen a los niños si ven la barriga de una mamá crecer. Ellos se preguntarán cómo el niño creció en la barriga y cómo sale de allí. De hecho, los niños utilizan las mismas técnicas que nosotros utilizamos para procesos como el brainstorming. Algo interesante es que la capacidad de hacerse preguntas disminuye notablemente a medida que crecemos, siendo esto un signo de decadencia creativa.
Y luego está la conexión especial de los niños con sus alrededores. Los niños tienen lo que el biólogo E.O. Wilson llama biofilia: una necesidad fundamentalmente humana de permanecer cerca de la naturaleza y de otras formas de vida. Incluso si crecen en una pequeña aldea en la orilla de un río en la Amazonía o en una zona pobre del interior de la ciudad de Houston, en Texas, los niños han mostrado un interés exactamente igual en sacar gusanos del suelo y en respetar su río cercano como una fuente de vida que no debe ser contaminada. Y todos conocemos lo mucho que aman los niños jugar con tierra o, mejor aún, barro, lo mucho que aman trepar árboles y correr en la naturaleza, algo que desaparece lentamente a medida que crecen.
Espejito, espejito, ¿quién nos puede enseñar cuáles son las políticas más justas?
Todas estas cualidades -su curiosidad inmensa, su percepción inusual de la esencia, su creatividad infinita y, especialmente, su amor por la naturaleza- hacen a los niños muchísimo más conscientes políticamente de lo que nosotros, adultos, solemos pensar. Ellos no están ahí solo para ser educados: ellos también nos pueden educar a nosotros.
No es coincidencia que la vocera más influyente de la acción sobre la emergencia climática sea una adolescente: la sueca Greta Thunberg. Ella empezó preocupándose sobre el cambio climático cuando sólo tenía ocho años, y empezó su ahora famosa huelga escolar por la justicia climática a los quince años. Los medios y los políticos la califican de obsesiva, mostrando frecuentemente que ella tiene un trastorno del espectro autista.
Pero esta “obsesión” podía ser, claramente, la claridad moral que es característica de cómo piensan los niños: ellos ven más allá de normas culturales o excusas de adultos y van al grano del tema a tratar.
Y Thunberg no es la única representante de la claridad política de la niñez. En Argentina, el movimiento adolescente conocido como la Revolución de las Hijas está presionando por la legalización del aborto. En Bolivia, los niños están luchando por condiciones de trabajo más seguras para protegerlos de la explotación. En Hong Kong, los niños están al frente de la batalla por la democracia.
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Los niños ven más allá de normas culturales o excusas de adultos y van al grano del tema a tratar.
Todo esto demuestra que los niños son más que capaces de identificar las preguntas que nos deberíamos estar haciendo, y que ellos están claros sobre las luchas que deberían estar librando. Ellos no están calculando. Ellos no racionalizan excesivamente (su córtex prefrontal subdesarrollado es, parcialmente, el responsable). Probablemente, eso es lo que hace sus batallas tan valiosas desde un punto de vista político. Ellos son 100% creencias y pasiones, y 0% juegos políticos.
Ardern pudo haber hablado sobre el Ratón Pérez durante una rueda de prensa. Pero ella no habló sobre una fantasía.
El pensamiento mágico de los niños trae un sentido de posibilidad al mundo. Ese sentido que probablemente termine cambiando el mundo.
Escrito por Irene Caselli y traducción por Elías Haig.